No. No se trata de besar a un batracio para ver si se convierte en príncipe.
Es un ejemplo de cómo el ser humano, mediante el conocimiento científico, puede extinguir una especie.
La historia comienza en Sudáfrica a principios del siglo pasado, cuando se descubrió que inyectando la orina de una mujer embarazada a una rana africana hembra, ésta desovaba en unas horas. Así nació uno de los métodos más usados para conocer el estado de buena esperanza hasta que se inventaron los test de embarazo.
Pues una vez confirmado que funcionaba, se empezaron a exportar ranas africanas a todo el mundo, una variedad que al parecer puede portar un hongo que no le afecta, pero que es mortal para otros anfibios que entren en contacto con él. Y ahora un tercio de estos animalitos a nivel global está en serio peligro.
Hasta aquí, la responsabilidad humana.
Pero conviene depurar también la parte de responsabilidad imputable a la naturaleza. Que además de no dotar a los anfibios de un sistema inteligente de inmunidad contra esa amenaza, ni siquiera les brinda la facultad de percibir los cambios a los que deben adaptarse, algo esencial para la supervivencia.
Es conocida la forma de cocinar ranas vivas. Al ser animales de sangre fría, si las echas en un recipiente muy caliente, dan un brinco y escapan. Pero si las metes en agua fría que luego se calienta a fuego lento, las ranas no notan nada y terminan cocidas.
Aunque parezca una forma absurda de morir, recuerda mucho al cambio climático del que tanto se habla últimamente.
Trataré de venderle el símil a Al Gore.